Monday, August 3, 2009

10 Years after my Family Tragedy

On August 9, 1999, a man entered my family's home in Rosemead, CA and killed my 37-year-old father Oscar Pacheco, my 14-year-old brother Andy Pacheco, my 48-year-old uncle Jaime Pacheco, and my aunt's 42-year-old husband Victor Flores. The man was the jealous and enraged ex-husband of my uncle Jaime's then girlfriend. He had been stalking my uncle and that day, when my uncle and his girlfriend were visiting, he had a gun and shot and killed those mentioned, and wounded my mother and my 17-year-old cousin. He then kidnapped my aunt, raped her and left her in a field.

His cousin then drove him to Tijuana, where he escaped to his ranch in a remote area in the state of Zacatecas. Detectives knew his whereabouts but the Mexican government did not want to extradite for two important reasons: one, because of California policy, he surely would have faced the death penalty; and two, because none of the victims were Mexican nationals. In 2002, Mexican law enforcement captured the murderer, tried him only for two murders as part of an agreement with U.S. officials in order to try him for the other two murders in case he ever returned to the U.S.

I wrote the story below for an assignment in my Spanish composition class in Berkeley in Fall 2006. It's in Spanish, but it recounts what happened through my personal experience. Because I escaped, I didn't witness the gruesomeness that the rest of the survivors did. Many of you know this story to some extent, but many if not most of you don't.

This Sunday, my family will be at the Forest Lawn Hollywood Hills cemetery where my dad and brother are buried . I'll keep you all posted about what time we will be there if you would like to join us. 
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Aproximadamente a las 8:00 de la noche el 9 de Agosto del 1999, apagué la computadora y me levanté de mi asiento en cuanto decidí acompañar a mis padres a la lavandería. Pasando por la puerta abierta de la casa, me quedé platicando un rato con mi hermano mayor Andy y mi primo Wilbert en la sala. Fue la última vez que hablé con mi hermano. 

Entré a la habitación de mis padres bien emocionado de decirles que les iba a acompañar, lo cual era raro por haberme nacido súbitamente, pues hacía tan sólo una hora que les había dicho que me iba a quedar en casa como acostumbraba hacer. 

De repente se oyó un ruido extraño proviniendo de la sala. Ciertamente nos asustamos, pero según yo se habían reventado unas vejigas que mi tío Victor había traído ese mismo día, y al asegurarles eso en seguida se nos volvió la calma. Pero siendo el curioso de siempre, me salí para averiguar lo que acontecía en la sala. Caminé por el corredor oscuro, acercándome a paso lento al marco de la puerta que daba para la sala. A partir del momento en que vi lo que estaba ocurriendo, mi vista y mi memoria se volvieron nebulosas como si alguien me hubiera puesto a fuerza unos lentes borrosos. La sangre corriendo por mis venas se calentó y empezó a correr ligeramente y me puse en pánico: vi a un hombre, de altura mediana, cargando un extintor rojo en una mano y una pistola en la otra, disparando a mi primo Wilbert; y al mismo tiempo, oí el grito de mi hermano, que era tan alto y tan desarrollado que parecía todo un hombre pese a que tenía unos 14 años, tan espantado: "Noooooooooo!"

De inmediato, corrí hacia la habitación de mi tía,donde se encontraban mi tío Jaime y su novia, mi tía y su esposo Victor, mis primos de 10 años y de 2 años, y mi hermana de apenas cinco años, quienes en ese instante estaban gozando de una novela. Bien aterrado, abrí la puerta, y entré al exclamar “¡Hay un hombre con una pistola adentro de la casa!” y, al unísono, respondieron “¿Qué?”. Justamente después de su reacción colectiva, el hombre quiso irrumpir en la habitación al empujar la puerta forzosamente mientras yo intenté detenerlo, hasta que acabó por meterse—tirándome hacia la pared y, por haber estado directamente en frente de la puerta cuanto penetró, atrapándome detrás de ella sin que él se diera cuenta. Allí se quedó parado al disparar a mi tío Jaime, matándolo instantáneamente en pura sangre fría. 

Todo pasó en un abrir y cerrar de ojos.

En ese entonces me convertí en realizador de una película cuyo trama yo no tenía control. Aunque mi cuerpo estuvo físicamente presente en la habitación, me sentí invisible e ingrávido—y de cierto modo lo era. En un momento decisivo, me desperté del trance y decidí arriesgar mi vida en huir. Estando atrapado en el espacio estrecho detrás de la puerta, no había espacio en el cual caminar, y mucho menos para poder salir huyendo. No obstante, conseguí escaparme de ahí sin jamás haber considerado el peligro que corría de posiblemente perecer en una muerte fría, puesto que nuestros cuerpos tocaron durante un segundo escalofriante. Pero él estaba en plena matanza rabiosa, no ha de haber reconocido nada.

Después, pasando por los sofás manchados y goteando de sangre, corrí por la sala donde encontré a mi madre que huía también; pero no huimos juntos, ni se nos ocurrió hacerlo y ni siquiera quedaba tiempo de pensar en absolutamente nada. Salí afuera donde encontré a mi primo Wilbert con la camisa y la garganta herida todas ensangrentadas. Le dije “Voy a buscar ayuda, okay?” En ese momento me tocó tomar otra decisión, ¿ir hacia la derecha o hacia la izquierda? Algo dentro de mí me dijo que no fuera hacia la derecha, donde, como me di cuenta mucho más después, resultó ser sitio de fatalidad y de herida. Me dirigí hacia la primera casa vecina. Nadie contestó cuando toqué la puerta. Llevado por el pánico, corrí una media cuadra hasta llegar a una casa rodeada por una cerca de alambre. Salté por encima de ella, desgarrando mi camisa y corriendo desesperadamente hacia las puertas. Toqué como un loco pero nadie me contestó. Ni un alma.

Desesperado, y sin saber qué hacer, seguí buscando auxilio porque no era una opción darme por vencido. Corrí más, pasando dos casas de las que, por alguna razón, no tuve la impresión que fueran hogares acogedores por sus cercas de alambre. No fue hasta que llegué a una casa amarilla que inexplicablemente me dio esperanza a pesar de también ser rodeada de una cerca de alambre. De una manera frenética, toqué la puerta como si alguien me estuviera persiguiendo. Una pareja joven me abrió la puerta y me preguntó sobre lo que me sucedía. A punto de llorar, les conté brevemente lo que había pasado en mi casa, y entonces, tan amable y compasivamente, me dieron refugio. Ellos me hicieron sentar mientras marcaban al 9-1-1. Todos los sentimientos me empezaron a afectar y me puse a llorar de repente. La mujer me pasó el teléfono tanto para contarle a la operadora lo que había acontecido en mi casa como para darle una descripción física del hombre. No logré tranquilizarme porque seguí temblando y echando lágrimas, pues sólo era un niño de 11 años. 

Después de colgar, permanecí inmóvil en el sofá, no prestando atención a la televisión encendida que estaba puesta a la misma novela que mi familia estaba viendo cuando penetró aquel desgraciado. Me sentía muerto y sin fuerza de tanta tristeza y de tantas lágrimas de modo que se quedaron mirándome los hijos de la pareja con caras desconcertadas; y estando tan abrumado de sentimiento de repente me dieron ganas de vomitar, o “echar las tripas”, como antes solía decir mi padre. Me puse de rodillas en frente del inodoro, quedándome así durante quizás unos cinco minutos que se sintieron como toda una eternidad. No pude vomitar, ni lo quise hacer. Temía hacerlo. Fue un golpe tan duro que me hizo perder control de mi destino y, por consiguiente, de mi propio cuerpo.

Sintiéndome avergonzado sin saber el por qué, salí del baño a oír los helicópteros y las sirenas policiales proviniendo de la calle. La mujer me dijo, “La policía me acaba de decir que te avisara que tu mamá te está buscando”. En ese momento me dio un consuelo temporáneo el oír que me reuniría con mi madre en seguida. 

Me acompañó la mujer hasta la calle, donde el esposo se encontraba hablando con un policía. Al abrirlo, salí a ver a una multitud de gente parada detrás de una cinta de acordonamiento y vi también a varios carros patrulleros., En ese instante no pude creer que me había pasado lo que jamás creía que me podría pasar. El policía me dirigió hacia la muchedumbre porque según él allí encontraría a mi madre. No fue cierto. En ese momento, sentí simultáneamente la decepción y la alegría al ver a una figura que caminaba hacia mí: fue mi abuela, la que vivía a unos quince minutos de mi casa. Nos abrazamos fuertemente, sollozando juntos, “It’s okay, it’s okay…,” y continuó a decir, “Todo va a estar bien, mijito”. Por la primera vez en lo que pareció ser toda una eternidad, quizás unos quince minutos en total de pánico, de terror, de escape y de búsqueda de auxilio, me sentí seguro al estar en los brazos de alguien que me amaba con todo su corazón.

Ya fuera del peligro, empecé a reconstruir la vida que derrumbó los celos incontrolados de un hombre encolerizado y bruto. Mi vida cambió para siempre.